20.2.14

"The Grandmaster"; el legado de los maestros


En un momento determinado, a mitad del camino de la vida que se podría decir, Ip Man menciona que ha sido espectador de algo, de la ópera de la vida. 
Tras ver melancólicos decorados nevados, agresivas lluvias a contraluz y bellas coreografías como luchas a nadie le puede quedar ninguna duda: sí, esto es una ópera. Y como tal, no solo es bella, sino también terriblemente trágica.
La historia de dos grandes maestros (ese plural que se ha ignorado en el título internacional), cada uno asolado por los demonios de la sociedad japonesa y los suyos propios, cada uno valiéndose de sus propios métodos al respecto. 
Avanzar sin dejar de mirar atrás, o romper hacia delante sin que nada te detenga. Una elección de disciplina que ninguno de ellos llegará a suponer que es también de vida.



Ip Man, sin embargo, algo sabe. Y por eso no es él quien desea conjurarse como gran maestro, mostrar sus extraordinarias dotes o decidir el destino que podrán seguir las artes marciales. Sabe solo que es afortunado y en ningún momento se ha dejado dominar por la rabia, la pena o la soberbia. 
Avanza sin dejar de mirar atrás. La interpretación de Tony Leung funciona por contención y por eso ya gana: nunca la verdadera pena tuvo un rostro tan noble.
A su lado, Gong Er es todo lo contrario, pura rabia instintiva, contra sus enemigos, contra su país y hasta con su propia familia. Sin darse cuenta de que a cada puñetazo que da, avanza hacia su verdadero enemigo: ella misma. 
Si Tony Leung es la cara de la pena difuminada con nobleza, Zhang Ziyi es la cara de la fragilidad que esconde un sincero (y agresivo) amor a la forma de vida de su padre, las artes marciales.


Digo forma de vida, porque está claro que no es un deporte, ni siquiera una afición. 
'The Grandmaster' establece las artes marciales como una actitud y forma de expresión con esos detallistas seguimientos de manos y pies, también como termómetro de emociones. No es lo mismo ver luchar a Ip Man bajo una lluvia cadenciosa, consciente de si mismo (plástica maravilla), que contra un ignorante profesor que quizá desea demostrarse algo a si mismo. En la primera veo a un hombre pleno de esperanza, en la segunda un carácter corroído por la espera y la pérdida. 
La única lucha que comparte con Gong Er es una danza, y solo hasta determinado plano no nos damos cuenta (toda la vida se pasarán tratando de repetirla).
De todas las luchas, sin embargo, me quedo con Gong Er en el andén de tren: luchando contra su destino que se le escapa, el último tren para demostrarse a si misma que puede vivir en paz. 
Y a veces actos como ese, que nos reafirman en nosotros mismos, también pueden ser la causa lenta de nuestra destrucción final. Pero para Gong Er, ganar la única lucha que ha estado esperando bien vale el precio de si misma.


Dos caracteres entretejidos, dos maestros a lo largo de décadas en un país que perdía su identidad, mientras ellos luchaban por mantenerla. 
La tragedia de su lucha solo puede compararse a la de su compañía: las dos únicas personas que mejor pueden entenderse en ese mundo derrumbándose no pueden estar juntas porque sus artes ya les han dado el camino opuesto. 
Al final, solo quedan arrepentimientos sinceros, y la devolución de una promesa hecha en el tiempo: no tiene sentido seguir conservando lo que en ningún momento llegará a tener valor, muy al contrario que su modo de vida, las artes marciales. Wong Kar-Wai sigue llenando sus películas de talismanes que guardan grandes historias, símbolos de estas múltiples paradojas que la vida nos aguarda.
Ip Man y Gong Er fueron grandes maestros. 
Primero de una época de oro y tradición, más tarde de una sociedad de contrachapado e inevitable tristeza por lo perdido (y no todo lo perdido era solo una identidad nacional).

Su arte definió su vida. 
Para bien o para mal.

Nota: 9 / 10

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